EL SEÑOR DE LOZANILLOS

Ideas, testimonio, humor y reflexiones para que las piedras del camino sean escalones y no obstáculos.
Para PASARLO BIEN HACIENDO EL BIEN

jueves, 18 de octubre de 2012

Al borde del precipicio (III)

(...)

Caminaba rápidamente hacia el faro. Al irme acercando, su luz me permitía ver con mayor claridad. Lo que me había parecido una verde y limpia pradera, tenía en realidad una serie de manchas, formadas por distintos grupo de personas que fui descubriendo y observando a mi paso.

Lo primero que vi, llamó mucho mi atención: era una familia, feliz en apariencia, que descansaba junta en un sofá y atendía a lo que me pareció un televisor. No hablaban entre ellos; no se miraban. En lugar de un 'nosotros', eran uno más uno más uno más uno... Reían, lloraban, se asombraban... pero cada uno ensimismado en su propia existencia. Detrás de la pantalla, parecía asomar un halo de oscuridad. Quise acercarme, pero no hizo falta, pues fue como si la escena completa girase para mí. Me sobrecogí al ver que, detrás de aquella especie de caja con imágenes, una aterradora y desagradable presencia oscura, igual que las que había visto un rato antes, manejaba con sus manos a los irreales personajes televisivos que captaban la atención de la familia. Mientras, sus corazones se iban llenando de aquellas cosas sin sentido, en el lugar que la luz había ocupado hasta entonces.

Tuve la inquietud de hacer algo, pero comprendí que debía seguir caminando, aunque sin olvidar aquel episodio.

Ganando metros, con el paso acelerado, llegué a una casa de aspecto moderno y elegante. La puerta estaba abierta y pasé, esperando encontrarme con alguien. Se podía cortar el silencio, pero sentí que había gente dentro. No me equivoqué. Estaban allí todos los miembros de aquella misma familia. ¿Cómo podían haber llegado antes que yo?

Me acerqué a la puerta de la cocina. El padre estaba sentado, leyendo un periódico en su tableta y atendiendo de reojo a los mensajes que entraban en su teléfono, mientras tomaba un café. Una pequeña televisión, que nadie parecía mirar, ponía una barrera más entre él y su esposa, que preparaba algo de comer, al tiempo que mensajeaba con sus amigas a través de su celular. De vez en cuando, se reía sola. Ninguno de los dos advirtió mi presencia.

Subí por las escaleras y vi dos puertas entreabiertas; eran los dormitorios de sus dos hijos. La niña, de unos catorce años, acababa de salir del baño, donde se había hecho fotos frente al espejo, poniendo morritos en una actitud inconscientemente lasciva; enseguida las subía a una red social y contemplaba el resultado en la pantalla de su ordenador, mientras chateaba con sus amigas. Quería con el alma que alguien la quisiera.

En el otro cuarto estaba su hermano: otro adolescente, un par de años mayor, que compaginaba en su portátil la actividad frenética de un violento videojuego con los vistazos furtivos a una página porno, vigilando que sus padres no fueran a irrumpir en la habitación. Cada cierto tiempo, borraba el historial de visitas de su equipo, por si las moscas. Una música ensordecedora retumbaba bajo unos grandes y modernos auriculares. Quería aprender a ser un hombre, pero su padre estaba demasiado ocupado.

Al fondo del pasillo estaba el dormitorio del matrimonio. Asomé la cabeza y la mujer, en la cama, apoyada en dos grandes almohadones y mirando al infinito. Su mente no paraba de dar vueltas a mil cosas, que ahogaban los gritos su corazón; prefería no escucharlos, pues sabía que de hacerlo, demasiadas cosas tendrían que cambiar. Él llegó del baño, sudando bajo su pijama gris y sonriendo con una mueca desagradable e indiferente. Ella le miró con desprecio y se tumbó, dándole la espalda. Sin que se diese cuenta, él le hizo una infantil peineta, se metió en la cama y cogió un libro de autoayuda y liderazgo, cuya lectura vacía alternava con miradas compulsivas a su teléfono móvil.

Con un gran desasosiego, sentí que aquella familia estaba rota por dentro, aunque de cara al exterior parecía un modelo de éxito. El amor que quizás hubo algún día, se les escurrió como arena entre los dedos, por no saber amar realmente; y sus hijos, con los que ambos pretendieron haberse volcado, sólo heredaron de ellos el vacío de sus corazones, la falta de amor entre sus padres, que era lo único que anhelaban para vivir felices.

Sus heridas iban creciendo en silencio, sin que nadie las viera, anestesiadas por la placentera inmediatez de la tecnología y por las falsas amistades cibernéticas.

Tampoco allí podía hacer nada por ellos. Lloré amargamente y seguí caminando hacia el faro; no debía entretenerme.


(CONTINUARÁ...)


1 comentario:

Joaquín Polo dijo...

Ya lo decía mi abuela, Rafa... ¡la televisión es un invento del Diablo!