EL SEÑOR DE LOZANILLOS

Ideas, testimonio, humor y reflexiones para que las piedras del camino sean escalones y no obstáculos.
Para PASARLO BIEN HACIENDO EL BIEN

miércoles, 10 de octubre de 2012

Al borde del precipicio

Tuve un sueño:

Estaba en un lugar en el que un solo paso separaba la vida y la muerte. Una verde y extensa pradera, cuyo principio se perdía en el horizonte y que terminaba en un enorme precipicio. Al asomarme, vi un mar prodigioso, aparentemente infinito, con un oleaje susurrante y una aparente promesa de libertad. Pero algo mi hizo mirar con atención y lo que vi fue terrible: al fondo, en el abismo oscuro y tenebroso, yacían los cuerpos sin vida de mujeres que, engañadas, habían dado un paso sin retorno. El mar se tornaba negro y las olas parecían tener el rostro de una bestia a punto de devorar a su presa. En el ruido de las olas, se escuchaban sus lamentos.

Me volví, aturdido, y descubrí en la llanura a una mujer que caminaba hacia mí. El reflejo del sol no me dejaba ver bien su cara. Un vestido blanco hacía resaltar aún más su rojiza cabellera, que jugaba acariciada por la suave brisa. Sus manos, sobre el vientre, me hicieron intuir su incipiente embarazo.

- "Hola" -le dije, cuando llegó hasta mí- "¿Adónde vas? ¿Qué haces en este sitio?"

Su mirada, perdida y sin esperanza, contrastaba con su gran belleza, que se iba apagando a medida que se acercaba al borde del precipicio. Su pelo se volvió lacio y sin vida y su vestido parecía tornarse en un gris ceniza. No paraba de caminar, a pesar de mis palabras; me puse delante de ella, gesticulando y hablando más fuerte, para llamar su atención.

- "¡Hey, hola... pero ¿adónde vas, muchacha? ¿No ves que tienes un precipicio ahí mismo? Te vas a caer si no te detienes."

- "¿Eh? Ah, sí.. emmm... hola, perdona... ahora no te puedo atender. Tengo que hacer algo importante... bueno, no sé si quiero hacerlo. ¡Tengo que hacerlo! 

Instintivamente, di un giro a mis palabras para llamar su atención, viendo que de lo contrario se precipitaría sin remedio hacia el abismo.

- "Sí, sí, pero antes... ¿puedes ayudarme un momento a mover esa piedra de ahí? Debajo hay unas monedas que he venido a buscar para poder dar de comer a mis hijos. ¡Por favor, échame una mano; necesito tu ayuda!"

En su corazón aún había algo vivo, una chispa que la alentó a salir de sí, a llevar a cabo un acto de entrega desinteresada a una persona que acababa de conocer. Se detuvo, se me acercó y juntos caminamos hacia un enorme pedrusco, que pudimos mover con dificultad. Mientras lo hacíamos, ella recuperaba velozmente su belleza, perdida por momentos. Su rostro se iluminó cuando vio el tesoro escondido bajo la piedra: al tomar la las monedas, medio enterradas en el barro, la poca agua que había se tornó cristalina; y como un espejo, reflejó a la chica en su plenitud; y descubrió una promesa de una belleza auténtica, de algo más grande que la amaba desde siempre, tal como era y que no la juzgaba. Comprendió que que la vida era un regalo, y que estaba llamada a amar y a ser amada. Y a dar vida. También vio, reflejado en el agua, a su hijo, al que llevaba en su seno.

- "¡Gracias!" -me dijo emocionada, mientras los dos nos poníamos en pie- "si tú no llegas a estar aquí, hubiera hecho una locura. Todo y todos a mi alrededor me empujaban hacia el precipicio, el ruido no me permitía escuchar nada; en el fondo de mi corazón, yo sabía que no debía hacerlo, pero... no podía detenerme, tenía que seguir caminando, ya no sabía quién era yo. ¡Gracias, gracias!"

Me sentí confuso y muy feliz por un instante. Todo se embelleció: el sol brillaba más, el prado era más verde, la brisa más suave... Pero, ¿Qué hacía yo allí? ¿Qué lugar era aquél? Mientras recibía su abrazo, sincero y agradecido, miré a nuestro alrededor y descubrí que algunas personas, conocidas y muy queridas, estaban pasando por lo mismo que yo: vi a Esperanza, a María, a Manuel, a Lola, a Jesús, a Amelia, a Conrado, a Pilar, a Juanjo, a Alicia, a Kike... cada uno de ellos hablaba con una joven, la acercaba a una piedra y al pedirle su ayuda, sacaba de ella ese resquicio de amor, que era suficiente para salvar su vida... y la de su hijo. Me alegré.

Pero mientras esto ocurría, miles de pequeñas sombras de muerte iban oscureciendo y arrastrando a otras muchas mujeres, que caminaban aturdidas hacia un trágico final, sin que los que estábamos allí pudiéramos hacer nada, por más que corríamos hacia cada una de ellas. El mal era demasiado y nosotros, muy pocos. Muchas no tenían esa pizca de amor en su corazón, sencillamente porque nunca lo habían conocido, ni siquiera con sus padres. Me entristecí.

En mi abatimiento, algo me hizo acercarme al borde del precipicio y observar. Y descubrí que no todo estaba perdido. 

(CONTINUARÁ...)