EL SEÑOR DE LOZANILLOS

Ideas, testimonio, humor y reflexiones para que las piedras del camino sean escalones y no obstáculos.
Para PASARLO BIEN HACIENDO EL BIEN

lunes, 15 de octubre de 2012

Al borde del precipicio (II)


(...)

Descubrí que no todo estaba perdido porque al pie del acantilado, donde las olas rompían con más rabia, había unas cuantas mujeres ayudando a salir del agua a las que habían caído. Incluso algunas se sumergían, poniendo en riesgo su propia vida, para rescatar del fondo a quienes estuvieran dispuestas a agarrar su mano. Entre ellas, me pareció distinguir a María José, a Victoria y otra vez a Esperanza.

El rasgo común de las que salían del agua, ayudadas por una mano amiga y desconocida, era su expresión: una terrible ausencia de esperanza apagaba sus rostros y sus miradas se perdían en el vacío. Habían sido víctimas de un doble engaño: el de acceder al abismo como su única salida y, una vez abajo, el sentimiento de que todo estaba perdido. 

Algunas de ellas tomaban una actitud extraña: pretendían mostrarse felices, desenfadadas, como si nada les hubiera sucedido. Y cuando recibían el ofrecimiento de ayuda, se exaltaban e insultaban a quienes pretendían hacerlo, diciéndoles que estaban perfectamente. Era muy raro, porque en mi sueño, yo veía a cada persona tal y como era: con sus heridas, con sus carencias afectivas, con sus dolores, reflejados en el cuerpo. Y esas mujeres, que decían no necesitar ayuda, estaban realmente malheridas y nadie parecía verlo. Y seguían, huyendo de la realidad, a unos mentirosos que se escondían en frías y oscuras cuevas, junto al acantilado, que les decían:

- "Tranquila, pero si no te pasa nada... tú estás perfectamente y has hecho lo que debías... ven con nosotros; estarás bien..."

Aquellos personajes tenían el corazón negro; y siempre hablaban situándose de espaldas al sol, para que nunca pudiesen ver sus verdaderos rostros, carcomidos por el odio.

Sin embargo, había otras buenas personas; unas ayudaban con su sabiduría, sus consejos, su escucha, su tiempo. Algunos hombres, vestidos de negro, les regalaban aceite para sus heridas a cambio de un poco de su dolor; y les invitaban a conocer a su Jefe, que según decían, era el mayor productor aceitero del mundo. 

Tras observar, me acerqué con cuidado, tratando de pasar inadvertido, y pude contemplar conversaciones sinceras entre mujeres, con una enorme carga emocional y llenas de misericordia. Unas ayudaban a las otras, compartiéndoles su testimonio: “... yo hace tiempo, también salté del precipicio... yo lo hice tres veces y hasta que no bajé la cabeza y acepté que estaba mal, mi vida fue un infierno... yo aún tengo pesadillas...” Era un lenguaje lleno de amor, de gratuidad, de verdad y de comprensión. Y se les invitaba a comenzar un camino de sanación, en el que curar las heridas del cuerpo y del alma; en el que perdonar y ser perdonadas. En el que aprender a amar. 

Tardaban meses, años... pero muchas de aquellas lograban regresar a la pradera. Algunas decidían convertir su vida en un servicio a las que seguían cayendo al abismo, respondiendo así a la llamada de la fecundidad; era su forma de dar vida y devolver el amor recibido, dando así sentido a su vocación esponsal. El ser para otro les devolvía a la senda de la felicidad, a una vida nueva, con esperanza e ilusión.

Regresé entonces a la pradera, muy pensativo. Había visto personas tratando de evitar las caídas al vacío. Había visto a otras atendiendo a quienes ya se habían precipitado. Pero no comprendía nada. ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Qué tipo de fuerza empujaba a tantas mujeres a dar un paso tan terrible, tan absurdo, ofreciéndose como una salida y volviéndose luego en su contra, con el amargo fruto de la desesperanza? Tenía que encontrar una respuesta a mis interrogantes, consciente de que mi sueño era demasiado real y no podía terminar así.

Anochecía. Caminaba sin rumbo, absorto en mis pensamientos, cuando un fugaz destello arrebató mi atención; vi entonces un faro, enorme, a lo lejos. Su cálida luz envolvía, a su paso, todo cuanto alcanzaba a ver. 

- "Qué raro... juraría que antes no había ningún faro por aquí" -me dije-.

Sin pensarlo, me encaminé hacia él con paso decidido, presintiendo que al hacerlo, encontraría las respuestas que necesitaba.

(CONTINUARÁ...)

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